Desconocida para muchos, fundamental para otros, la inteligencia en el entorno corporativo tiende a aportar una importante ventaja competitiva. A diferencia del mundo anglosajón, donde hablar de sus virtudes resulta superfluo al ser estas viejas conocidas, en España aún supone una escurridiza asignatura pendiente. Como muestra, señalar que el extenso catálogo de productos y servicios de inteligencia que las grandes consultorías internacionales ofrecen, sin ir más lejos, en el vecino Reino Unido, va menguando significativamente cuando se mira a sus divisiones ibéricas, donde consideran que no hay suficiente mercado.
La inteligencia persigue, siendo sucintos, reducir la incertidumbre, ayudar a la toma de decisiones y permitir el diseño de estrategias prospectivas, es decir, construir esos escenarios futuros —o futuribles— tan interesantes. Dicho así, ¿quién osaría sustraerse de conocer el futuro, cuan augur romano? Como ejemplo en la actualidad catalana, ¿sería mejor para las empresas anticiparse a un escenario geopolítico adverso, o huir a la desbandada en el último minuto?.
Aunque llevar la inteligencia a la práctica no es ni sencillo ni tampoco asequible para todos, las razones para su escasa implementación no son tanto de coste-beneficio, sino más bien otras más prosaicas: una pizca de desconocimiento, otra de confusión causada por la venta de humo de iniciativas conceptuales y de dudosa utilidad práctica, usualmente vinculadas al mundo universitario, pero sobre todo, e infinitamente más dañina, la asociación de la inteligencia con actividades ilícitas. El famoso caso Interligare o la reciente operación Tándem con los informes del comisario Villarejo, arrastran el concepto de inteligencia a un mundo tenebroso lleno de sordidez e ilegalidad. Inteligencia empresarial nunca implica, ni por asomo, invadir la privacidad de nadie. Todo lo contrario, legalidad y código ético deben ser los faros que guíen la obtención de información.